Este es un Sitio de información y opinión acerca de temas de la Historia para así entender nuestra realidad y superar sus deficiencias.

16 octubre, 2006


LA VISIÓN DEL SER HUMANO


Pico de Mirandola: De hominis dignitate (1486).
(En: Miguel Artola, Textos fundamentales para la Historia, Alianza Universidad, Madrid,
1982).


“Venerables Padres: leí en los escritos de los árabes que, interrogado Abdalá sarraceno sobre qué cosa reputase por más admirable en el teatro del mundo, respondió que nada tenía por más digno de admiración que el hombre. Con cuya sentencia concierta admirablemente aquella famosa de Mercurio: “Gran milagro, oh Asclepio, es el hombre”.

Pero buscando el sentido de estas sentencias, no me satisfacían los argumentos que en gran número se aducen por muchos, sobre la grandeza de la humana naturaleza: a saber, ser el hombre vínculo de las criaturas, familiar de las superiores, soberano de las inferiores; intérprete de la naturaleza por la agudeza de sus sentidos, por las operaciones de la razón, por la luz del intelecto; medianero entre el tiempo y la eternidad, y, como dicen los persas, cópula o más bien himeneo del mundo; inferior en bien poco a los ángeles, según el testimonio de ciertamente tales como para poder vindicar para sí el privilegio de una ilimitada admiración. ¿Por qué, por ventura, no habríamos de admirar mayormente a los ángeles y a los beatísimos coros celestiales? Paréceme, empero, finalmente, haber entendido por qué sea el hombre el más feliz de los seres animados, y digno por ende de toda admiración, así como cuál sea la suerte que, habiéndole tocado en el concierto universal, le hace envidiable no tan sólo para los brutos, sino para los astros y aun para los espíritus ultramundanos. Cosa es admirable e increíble. ¿Y cómo había de ser de otro modo, si precisamente por ella, es tenido el hombre por un gran milagro y por un maravilloso ser animado? Escuchad, oh Padres, cuál cosa sea, y prestad oído benigno a este discurso mío.

Había ya el Sumo Padre, Dios creador, forjado según las leyes de una arcana sabiduría esta mundanal morada, tal como se muestra a nuestros ojos, templo augustísimo de la divinidad; había decorado con las inteligencias la región ultraceleste; había poblado con ánimas eternas los etéreos globos; había henchido con una turba de animales de toda especie las partes vilísimas y torpes del mundo inferior. Pero llegando a término tal fábrica, deseaba el artífice que hubiese alguien capaz de comprender la razón de tan magna obra, de amar su belleza, de admirar su grandeza. Por ello, ultimado todo el trabajo, como atestiguan Moisés y Timeo, pensó postreramente en producir al hombre. Pero no había ya entre los arquetipos ninguno sobre el cual forjar la nueva criatura; no existía entre los tesoros, ninguno que pudiera incrementarse como herencia para el nuevo hijo; no quedaba puesto en todo el mundo, donde pudiera tomar asiento este contemplador del universo. Todos se hallaban llenos, todos habían sido repartidos en los superiores grados, en los medianos, en los ínfimos. Y no hubiera sido digno de la potestad paterna hallarse en deficiencia, como impotente, en su postrera hechura; ni correspondía a su sabiduría permanecer incierto, en obra necesaria, por falta de consejo; ni a su benéfico amor, que aquel que estaba destinado a alabar en los otros la liberalidad divina, se viese obligado a censurarla en sí mismo. Por ello estableció el óptimo artífice, que aquel al que nada podía darle en propiedad, le fuere común todo lo que singularmente había asignado a los demás. De donde acogiendo al hombre como obra de naturaleza indefinida, y colocándolo en el corazón del mundo, hablóle así: “no un lugar fijo ni un aspecto propio, ni un don que te sea particular te he dado, oh Adán, porque aquel lugar, aquel aspecto y aquel don que tú deseares, todo ello según tu voluntad y tu consejo obtengas y conserves. La naturaleza de los demás, está contenida en las leyes prescritas por mí. Tú te la fijarás sin verte constreñido por ninguna traba, según tu libre arbitrio, a cuya potestad te confié. Te situé en mitad del mundo, para que desde allí vieras mejor, cuanto en él se contiene. No te hice celeste ni terrenal, ni mortal ni inmortal, para que por ti mismo, como libre y soberano artífice te plasmes y fijes en la forma que tú determines. Podrás degenerar al modo de las cosas inferiores, que son los brutos, o podrás, según tu voluntad, regenerarte al modo de las superiores, que son las divinas”.

¡Oh liberalidad suprema de Dios Padre! ¡Oh suprema y admirable felicidad del hombre, a quien fue concedido obtener lo que desea, ser lo que quiere! Los brutos, en naciendo, arrastran del seno materno, como dice Lucilio, todo aquello que habrán. Los espíritus superiores desde su inicio, o poco después, fueron lo que serán durante la eternidad perpetua. En el hombre naciente depositó el Padre simiente de toda especie y germen de toda vida, y según cada cual las cultivare, crecerán y darán en sí sus frutos. Si fuesen vegetales será planta, si sensibles bruto, si racionales será animal celeste, si intelectuales, alcanzará a ser ángel e hijo de Dios. Pero si no contento con la suerte de ninguna criatura, se recogiere en el centro de su unidad, hecho un solo espíritu con Dios en la solitaria calígine del Padre, aquel que sobre todas las cosas fue colocado, estará por cima de todas ellas. ¿Quién dejará de admirar este ser nuestro camaleón? O más bien, ¿quién admirará otra cosa mayormente? De donde no sin razón pudo decir de él Asclepio ateniense, que por el aspecto cambiante y su mutable naturaleza, estaba simbolizado en los misterios de Proteo, cuyas metamorfosis fueron celebradas por los hebreos y los pitagóricos. De modo que vemos a la más secreta teología hebraica transformar al santo Enoch en el ángel de la divinidad, y a otros en otros espíritus divinos. Pues a los pitagóricos vemos transformar en brutos a los perversos, si hemos de dar crédito a Empédocles, incluso en plantas. Imitando lo cual Mahoma repetía a menudo y con justeza: “quien de la divina ley se ha apartado, transfórmase en bestia”. Y no se ha de creer sea la corteza quien hace a la planta, sino su naturaleza necia e insensible, ni su cuero a la yegua, sino su alma bruta y sensual; ni el cuerpo circular hace al cielo, sino la recta razón, ni la separación del cuerpo al ángel, sin su espiritual inteligencia. Y si vieres a alguien dado al vientre, por tierra cual reptil humano, vegetal es que no hombre, o si hallares a alguno, como cegado por Calipso con los vanos milagros de la fantasía, entregado a las torpes atracciones de los sentidos, bruto es aquel que ves que no hombre. Y si fuese filósofo que todo discierne con la recta razón, a éste venerarás:

Animal celeste es, no terreno. Si es contemplador puro de su cuerpo ignaro, sumido por entero en las contemplaciones de la mente, éste no es animal terrestre ni celeste, éste es un espíritu más augusto, revestido de la humana carne. ¿Quién pues no admirará al hombre? No sin razón en el Antiguo y Nuevo Testamento es llamado ya sea con el nombre de toda criatura, ya con el de cualquier ser, y su ingenio según el de cualquiera criatura. Por ello el persa Evante, explicando la teología caldea, dice que el hombre no tiene una imagen propia y nativa, sino muchas extrañas y adventicias. De donde el dicho caldeo: “el hombre es animal de varia naturaleza, multiforme y cambiante”.

Pero ¿a qué recordar todo esto? Para que comprendamos que, habiendo nacido con la condición de ser lo que quisiéremos, es deber nuestro cuidar particularmente de ello. No se diga de nosotros que viéndonos así honrados, no advertimos el habernos transformado hasta semejar a los brutos o las necias yeguas, sino que mayormente puedan repetirse de nosotros las palabras del profeta Asaph: “Sois dioses y todos hijos celestes”. De manera que abusando de la libertad indulgentísima del Padre, no volvamos en nociva, y sí en saludable la libre elección que El nos concediera. Invada nuestro ánimo una sagrada ambición de no contentarnos con cosas mediocres, anhelemos las más altas, y esforcémonos con todo vigor en alcanzarlas, desde el momento en que ello nos es posible si así lo queremos.

Desdeñemos las cosas terrenales, despreciemos las celestes, y abandonando todo cuanto en el mundo existe, volemos a la sede ultraceleste próxima a la excelsitud divina. Allí, como narran los sagrados misterios, los serafines, los querubines y tronos ocupan los primeros puestos. Emulemos también nosotros su dignidad y gloria, incapaces desde ahora de ceder y no contentándonos con el segundo puesto. Pues si verdaderamente lo deseáremos, no les seremos en nada inferiores”.

0 Comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]

<< Página Principal